Una de las cosas más difíciles de hacer en políticas son los relevos. Hacerlos bien, me refiero, y no simplemente liquidando físicamente al adversario. Y eso en democracia, porque en las dictaduras la cosa se vuelve aún más difícil, y si no miren Cuba. Se pueden distinguir diferentes tipos de relevos, como es obvio señalar. En primer lugar, estaría el ejemplo autoritario, dedocrático que dio Aznar al elegir a Rajoy como su sucesor. Tras meses emborronando el famoso cuaderno azul, sin considerar ni siquiera consultar a los órganos y bases del Partido Popular, finalmente optó Aznar, él solito, por una opción que a la postre no tiene uno claro que haya sido la más acertada para los intereses populares. Ahora mismo parece que ni el antaño presidente con vocación azoriana la tiene tan clara. También es cierto que era difícil prever una coyuntura electoral como la del 11 de marzo de 2004 pero es innegable que en el estilo se veía que tanto sucedido como sucesor apuntaban maneras.
Un segundo tipo de relevo podría ser calificado como sorprendente-virguero, puesto que ni el mismo “elegido” se lo acaba de creer aun cuando alce los brazos y haga la señal de la victoria en el congreso de su partido. Tal fue el caso de Rodríguez Zapatero, el único beneficiado de las seculares luchas intestinas de los socialistas españoles. ¡Cuán debilitado no estaría el entonces partido de la oposición como para llegar a pensar que su salvación podría estar en manos de aquel desconocido diputado! Es más democrático que el primero de los casos, sin duda, aunque el componente azaroso de la jugada, hace pensar en el escaso valor de atributos tales como la capacidad o la autoridad, que no el autoritarismo, en esto de la política.
El tercero de los tipos de relevos posibles podría ser, a mi juicio, el clásico en el sentido más “clásico” del término, a lo Bruto, que despachó el problema de la sucesión de Julio César a base de puñaladas a la entrada del Capitolio. Ni tan siquiera las postreras palabras de César lo amilanaron. Es en este caso la camarilla que rodea al líder la encargada de finiquitar al interfecto que pasa, desde ese mismo momento, al panteón de las glorias nacionales, un lugar donde éste es menos molesto. Si bien en el ejemplo de Julio César el panteón era de mármol de Carrara y tenía vocación ciertamente funeraria, valdría también usar dicho ejemplo como metáfora de López Aguilar y Bruselas, ese lugar donde acaban los que aquí estorban. También hay que apuntar que César siempre estuvo mucho más interesado en Roma de lo que López Aguilar lo estuvo por Canarias.
Por último, está el modelo más acostumbrado, variación más refinada del tercer tipo. Se trata de ése en el que el sucedido no se entera de su próxima sucesión ni de quién será su sucesor cuando suceda lo que ha de suceder indefectiblemente. Sigue el líder, llamémosle así, confiado en la lealtad de sus huestes, ajeno a sus conspiraciones y asechanzas, pensando que sólo la biología, no ya la voluntad de los electores, pondrá fin a su plácido reinado. Comúnmente se suele referir la gente de a pie, como uno, a esta situación con expresiones mobiliarias del tenor de “hacerle la cama a alguien” o “moverle la silla” y, se me ocurre, que el ambiente que rodea ahora mismo a Paulino Rivero bien podría ser usado como ejemplo de este último tipo de relevo que aquí sucintamente describo.
Los dos últimos casos son, a mi juicio, los más comunes y comparten una característica: ambos se dan mientras los más directamente implicados juran y prometen que la salud del liderazgo del máximo dirigente es inmejorable y que jamás de los jamases había pasado por su mente aspirar a sustituir al irremplazable líder. Una vez se dé la operación, más o menos aséptica, se reubica al finado en algún lugar donde no moleste, como el Parlamento Europeo o alguna Fundación o la Presidencia de alguna Caja. Por supuesto, todo son elogios al reemplazado líder que, desgraciadamente, no puede continuar al frente de la nave. Sin embargo, no hacía tanto, más a las claras o a las oscuras, todos afilaban sus cuchillos, cuales Brutos renovados, en un ritual más viejo que la misma política, tan antiguo como el tiempo.