Paso unos días muy agradables en Irlanda, entre Dun Laoghaire y Dalkey, al sur de Dublín, junto al mar. Ambos sitios son de rápida evocación literaria. El primero de ellos es el escenario donde comienza el Ulises de Joyce, en la torre de Martello allí existente, una fortificación de los ingleses cuando Irlanda era su colonia. Dalkey fue lugar de residencia de George Bernard Shaw, ese dramaturgo y patriota irlandés que vivió la mayor parte de su vida adulta en Inglaterra. Vivo de primera mano, como tantas otras veces, la celebración popular y colectiva que hacen los irlandeses de su identidad. No importa que pierdan el torneo de rugby de las Seis Naciones frente a Escocia. Ambas aficiones celebran los lazos comunes. Uno sabe que son tan diferentes a los ingleses. Los irlandeses hacen de sus símbolos identitarios una fiesta y sacan sus símbolos a la calle, en la ropa, en cualquier lado,… Sin complejos. Me cuentan también acerca del shock emocional que supone el saber que la Iglesia católica, una institución tan fuertemente imbricada en la sociedad irlandesa, fue conocedora de los numerosísimos casos de pederastia que hoy salen a la luz. Y no hicieron nada. A lo sumo, cambiar al sacerdote de parroquia y vuelta a empezar. Desgraciadamente, aún sigue buena parte de la educación en sus manos, perpetuando el control social secular que hiciera que Joyce, crítico además con el nacionalismo conservador irlandés, entre tantos, se exiliara. Y hablando de educación, una buena noticia se abre paso: las gaelic schools, escuelas donde la enseñanza es en lengua irlandesa, conocen una etapa de florecimiento que acaso suponga la definitiva recuperación y normalización lingüística de un país que debe ser bilingüe, como mínimo. Son pinceladas de una sociedad en la que el proyecto de la construcción nacional triunfó, si obviamos la herida sangrante del norte, y llevan décadas construyéndose a sí mismos, con aciertos y errores, especialmente en la crisis definitiva del Celtic Tiger, pero, en definitiva, sin tutelas.