En 1843 el poeta alemán Heinrich Heine escribía a propósito de la revolución del transporte y las comunicaciones que supuso el ferrocarril:
¡Qué transformaciones sufrirán nuestra concepción de las cosas y nuestras ideas!
Hasta los conceptos elementales de espacio y tiempo se tambalean. Las vías del tren aniquilan el espacio y sólo nos queda el tiempo. (La traducción es mía).
Y es que, con la expansión del ferrocarril, lugares que antes eran remotos y lejanos, casi inalcanzables, se hacían ahora accesibles gracias al tren, que acortaba distancias y eliminaba obstáculos a la comunicación en lo físico, geográfico, pero también en lo mental e intelectual. Verdaderamente supuso una revolución en el modo de percibir y concebir el mundo.
Uno supone que algo parecido ocurrió con la generalización del transporte aéreo: distancias antes inabordables se cubrían ahora en cuestión de horas, con la consiguiente transformación en la percepción del mundo. Hay incluso quien dice que con el avión se pasa de una realidad a otra completamente distinta en tan poco tiempo, que el alma se queda atrás y tarda un par de días en alcanzar al cuerpo. Seguramente por eso se encuentra uno tan raro los primeros días después de un vuelo largo.
Otra vuelta de tuerca en el empequeñecimiento del mundo y la desaparición de las distancias ha sido internet. Hoy somos capaces de estar virtualmente en varios sitios a la vez, comunicarnos con toda facilidad e inmediatez a miles de kilómetros de distancia, saber en tiempo real lo que pasa en la otra punta del globo. Nuestra idea de la comunicación, de la distancia, del espacio y del tiempo poco tiene que ver con la de hace pocas décadas, en este mundo conectado y globalizado.
¿Cómo se explica entonces que en Canarias se siga viendo como normal un discurso fundamentado en los conceptos de aislamiento y lejanía, en la era de internet y las comunicaciones aéreas? ¿Cómo es posible que personas de todo signo y condición abracen sin más el guineo mentiroso de la lejanía y el aislamiento? ¿Por qué personas sobradamente inteligentes y capaces apagan su capacidad de discernir para entonar como autómatas la letanía del aislamiento y la lejanía (ultraperificidad, al decir de algunos)?
Ya en los primeros años 70 el catedrático Gregorio Salvador daba una explicación:
“[…] hay dos tópicos sobre estas tierras que se siguen manejando y que ya no tienen vigencia hoy, ya no tienen vigencia en el mundo en que vivimos. Esos dos tópicos son los de la lejanía y el aislamiento. Podrían ser verdad, y resultar condicionantes, hace quince o veinte años, pero no ahora, y cada día menos. Lo que pasa es que vivimos de prejuicios, de ideas preconcebidas, de ideas adquiridas, y nos cuesta adaptar esos moldes mentales a la viva realidad de un mundo vertiginosamente cambiante. Y si algo hay en este mundo cambiante en el que tantas cosas se han modificado, y tan profundamente, que puede servir de ejemplo singular, de ejemplo señero de alteración, es la que han sufrido las relaciones entre espacio y tiempo. Las lejanías han desaparecido, la patria del hombre es el mundo.
[…] Una isla puede utilizarse siempre como símbolo literario del aislamiento, pero no es aislamiento ya. Me atrevería a decir que es exactamente lo contrario. Lo suficientemente cerca, en el tiempo, del resto del mundo, puede sentirse en cambio lo suficientemente lejana de él, en el espacio, para no sufrir su vértigo, para no padecer su insolidaridad.
Creo que somos especialmente afortunados los que podemos vivir en una isla. Porque una isla, La Palma o La Graciosa, La Gomera o Fuerteventura, Tenerife o Gran Canaria, es todavía un lugar donde el hombre puede intentar esa aventura, cada vez más difícil, que consiste en huir del aislamiento, en huir de la soledad.