Uno creció en la narrativa española del encuentro de culturas. En el colegio me contaron cómo Colón descubrió América y “España” inició la conquista que posteriormente daría origen a infinidad de nuevos países y nuevas culturas. Aquello, decían, fue una mezcla fecunda en la que todos, europeos y americanos, aportaron de buen grado su granito de arena para crear de común acuerdo una nueva realidad. Cada doce de octubre la tele nos mostraba la alegre celebración de aquel feliz encuentro entre culturas, y cada cumbre iberoamericana el rey Juan Carlos glosaba la pujanza y nobleza de nuestro pasado en común, el de España y América. Llegó a decir que nunca a nadie se le obligó a hablar en castellano.
Hoy las cumbres iberoamericanas están de capa caída y España ha perdido buena parte de su ascendiente en América. Los estados americanos han ganado independencia en lo cultural y llevan ya más de una década construyendo una narrativa propia, autónoma y autocentrada, superadora del relato español de conquista y colonización, ese que expone aquellos acontecimientos casi como unos juegos florales.
Es normal que esta emancipación irrite en España. Es normal porque cuestiona buena parte de los mitos sobre los que se fundamenta la época gloriosa de España, el imperio, tan lejano en el tiempo y sin embargo tan presente en la memoria de muchos. Es normal porque en su fuero interno son muchos en España los que niegan el derecho de los pueblos americanos a construirse un relato histórico propio, distinto. «Nosotros les llevamos la civilización y ahora nos repudian«, parecen pensar. «Desagradecidos«.
Es ese etnocentrismo hispánico tan extendido todavía, esa falta de cuestionamiento crítico de la relación asumida de los hechos, lo que explica la sorpresa, la incomprensión y el rechazo ante las nuevas visiones de la historia que van surgiendo en América. Es lo que ocurre cuando la presidenta argentina decide retirar la estatua de Colón de Buenos Aires y sustituirla por la de Juana Azurduy, luchadora por la independencia; o cuando renombra el Salón Cristóbal Colón de la Casa Rosada, que pasa a llamarse Salón de los Pueblos Originarios. La decisión será más o menos extemporánea, pero subyace a ella el surgir de una narrativa superadora de los mitos (y tabúes) hispánicos.
Otro caso equiparable es el de Hernán Cortés en México. El conquistador extremeño, figura prominente en el relato histórico español, pasa para muchos por ser el fundador de la nación mexicana. Sin embargo, no tiene en México DF más que un oscuro busto en el interior de un histórico hospital. Su figura está envuelta en la más agria polémica, tanto que jamás una figura política española ha visitado oficialmente el busto por miedo a la polémica. La estatua del conquistador en Medellín, Extremadura, ya fue objeto de ataques. Cortés ha sido y sigue siendo un auténtico tabú en las relaciones México-España, por mucho discurso regio que se haga sobre el encuentro de culturas y el pasado en común.
Y en todo esto, ¿qué lugar ocupa Canarias? ¿Cuál ha de ser nuestra perspectiva histórica? ¿Tiene sentido identificarnos como agentes de conquista? ¿Insertarnos en el relato histórico español del encuentro de culturas? Sea como fuere, Canarias ha de dotarse ella a sí misma de contenido, ha de definirse, en lugar de consumir acríticamente la definición que le adjudican otros. Canarias ha de construir desde su lugar en el mundo su propio discurso histórico, el suyo y no el de otros. Porque el Archipiélago no encaja de ninguna de las maneras en el relato histórico español, ese cuajado de conquistas, imperios y siglos de oro. Nuestro lugar en la historia está mucho más cerca de América que de España. Ya va siendo hora de que nos dotemos de ropajes a nuestra medida, en lugar de vestir el traje virado que con tanta «generosidad» nos prestan. Podemos empezar recuperando y asumiendo como propia, vigente, la parte indígena de nuestra historia. Podemos empezar, a la manera de Argentina o México, revisando críticamente los nombres de nuestras calles y retirando aquellos que celebran las matanzas, la explotación y la esclavitud de nuestros ancestros.